CARIDAD, TEORÍA Y PRÁXIS por Andrés Martínez Esteban

Andrés Martínez Esteban, el recién nombrado responsable de la formación de los candidatos y aspirantes al diaconado permanente de la archidiócesis de Madrid abrió el curso 2016/17 el 1 de octubre de 2016 en el Seminario Conciliar con esta exposición:

CARIDAD, TEORÍA Y PRÁXIS

PRESENTACIÓN

Comprender la formación, no como un aspecto más o separado de otros ámbitos de la preparación al diaconado permanente, sino que es importante entender lo que vamos a hacer como una unidad.

El Directorio para la vida y ministerio de los diáconos permanente afirma que la ordenación diaconal confiere una nueva consagración por parte de Dios. Así los diáconos, “consagrados por la unción del Espíritu Santo y enviados por Cristo, al servicio del Pueblo de Dios, ‘para edificación del cuerpo de Cristo’ (Ef 4, 12)”. Y añade: “de aquí brota la espiritualidad diaconal”. Es decir, aquí podríamos aplicar el axioma escolástico: el obrar sigue al ser.

 

La parábola del samaritano

Con la intención de evitar que aquello que vamos ver a lo largo de este curso, quede sólo como un conjunto de conocimiento, quiero partir para presentar el programa de este año de la parábola del buen samaritano (Lucas 10,25-37).

“Maestro, ¿qué tengo que hacer para himg_8930eredar la vida eterna?” (Lc 10,26). Con esta pregunta comienza el relato del evangelio que se conoce como la parábola del buen samaritano.

La pregunta es importante: ¿qué tengo que hacer para alcanzar la felicidad? ¿qué tengo que hacer para no morir? En definitiva, ¿qué tengo que hacer para que mi vida tenga sentido? Son preguntas fundamental que, quizás, no nos las hacemos con frecuencia. Sin embargo, ahora que comenzamos este curso sería bueno recordar lo que nos dice el Directorio para la vida y ministerio del diaconado permanente: “La santificación, compromiso de todo cristiano, tiene en el diácono un fundamento en la especial consagración recibida” (Directorio, n. 45).

Al tiempo que comenzamos este año de formación, sería bueno pararse para hacernos algunas preguntas: ¿cuál es el sentido profundo de esta vocación? ¿A dónde me conduce esta llamada? ¿Qué estoy buscando al responder al Señor y a la Iglesia?

El maestro de la ley pregunta qué tiene que hacer él para heredar, conseguir, alcanzar, para merecer la vida eterna.

La vida eterna (la vocación a la santidad y al diaconado) es un don de Dios, un regalo. A veces empleamos la expresión: “ganarse el cielo”, como si todo dependiera de nuestro puro esfuerzo. Sin embargo, la iniciativa es de Dios. Ahora bien, también entra en juego la libertad. Nuestra respuesta es necesaria.

“Y el que no persevera no tiene de qué se quejar; que lo que Dios le ayuda basta para perseverar en el bien, si él quiere… No salva Dios a nadie por fuerza; mas ordena Él que tú quieras hacer con que te salves, queriendo.  Llámalos Dios y límpialos y justifícalos para engrandecerlos, para usar con ellos de misericordia” (San Juan de Ávila, Sermón 79: “Obras Completas” III, 1067).

Detrás de la pregunta del maestro de la ley hay una trampa. Aquel hombre quiere saber qué piensa Jesús sobre la resurrección. Si para él hay vida eterna, ésta se puede heredar porque hay resurrección, como creían los fariseos, frente a los saduceos que la niegan. Jesús responde citando Dt 6,4 y Lev 19,18b. Pone como medio para alcanzar la vida eterna el amor a Dios y el amor al prójimo.

Amar a Dios y al prójimo

Cuando el Papa Benedicto XVI publicó su primera encíclica, Deus caritas est, escribió una carta a los lectores de la revista italiana “Familia cristiana” en la que explicaba qué pretendía con esta encíclica.

Aquí decía el Papa que su intención era responder a dos preguntas: ¿se puede, de verdad, amar a Dios?, y ¿podemos, de verdad, amar al prójimo?1

Hoy en día nos hemos acostumbrado a identificar el amor con un sentimiento: amo porque lo siento y, cuando no lo siento, no amo; o bien, entendemos el amor como algo utilitario, amo porque me sirve para algo; o identificamos el amor con el “gusto”, “me gusta” fulanito o “me gusta” menganita.

Volvamos a las preguntas que se hacía el Papa. ¿Se puede de verdad amar a Dios? ¿Podemos amar al prójimo? Si amar es sólo un sentimiento, está claro que dependerá de nuestro estado de ánimo. Voy a misa o rezo cuando lo siento, pero si no lo siento no lo hago. Si busco la utilidad entonces mi relación (amor) con Dios y con los demás dependerá del beneficio que obtengo. Y si el amor es un “gusto”, amar sería lo mismo que elegir un helado, “me gusta” el de fresa o “me gusta” el de pistacho, lo pruebo y si no “me gusta”, lo tiro a la basura.

Ahora bien, si el amor es entrega, donación de uno mismo, se puede amar a Dios porque Él me ha amado primero, con un amor gratuito; sin esperar nada a cambio; sin que nosotros, cada uno, hayamos hecho algo para merecer ese amor. Es un amor total y sin condiciones, que le llevó a morir en la cruz, ¿por qué? Nos lo explica San Pablo: “porque me amó hasta entregarse por mi” (Gálatas 2, 20).

La segunda pregunta es más difícil de responder, porque amar a Dios puede ser relativamente fácil. No pide mucho; me olvido de Él cuando conviene; “está lejos”; pero, ¿amar al prójimo? Esto es otra cuestión. Uno podría pensar, “si no estuviera tan próximo” sería más sencillo. Claro, pero es que mi prójimo es mi hermano, mi hermana, mi mujer, mi marido, mis hijos, mis padres, mis suegros, mis vecinos y compañeros de trabajo o de clase…, etc, etc. Todos aquellos con los que convivo y tienen nombres y apellidos concretos; con los que discuto, con los que me peleo, con los que tengo roces… Y a los que tengo que amar, es decir, comprender, ayudar, corregir, perdonar, hablar, escuchar… ¿Por qué? Porque Dios me ha amado, es decir, me comprende, me ayuda, me corrige, me perdona, me habla y me escucha. En definitiva, “nosotros amamos, porque Él nos amó primero… y quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve: quien ama a Dios, ame también a su hermano” (1 Juan 4, 19-21).

Ahora bien, necesito purificar mi amor al prójimo para que éste sea auténtico, esté libre de todo egoísmo y sea una participación del amor de Dios.

Benedicto XVI explicará esto en la encíclica Deus caritas est, al hablar del eros y el ágape:

“En realidad, eros y agapé —amor ascendente y amor descendente— nunca llegan a separarse completamente. Cuanto más encuentran ambos, aunque en diversa medida, la justa unidad en la única realidad del amor, tanto mejor se realiza la verdadera esencia del amor en general. Si bien el eros inicialmente es sobre todo vehemente, ascendente —fascinación por la gran promesa de felicidad—, al aproximarse la persona al otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre sí misma, para buscar cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará « ser para » el otro. Así, el momento del agapé se inserta en el eros inicial; de otro modo, se desvirtúa y pierde también su propia naturaleza. Por otro lado, el hombre tampoco puede vivir exclusivamente del amor oblativo, descendente. No puede dar únicamente y siempre, también debe recibir. Quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don. Es cierto —como nos dice el Señor— que el hombre puede convertirse en fuente de la que manan ríos de agua viva (cf. Jn 7, 37-38). No obstante, para llegar a ser una fuente así, él mismo ha de beber siempre de nuevo de la primera y originaria fuente que es Jesucristo, de cuyo corazón traspasado brota el amor de Dios (cf. Jn 19, 34).3

En la narración de la escalera de Jacob, los Padres han visto simbolizada de varias maneras esta relación inseparable entre ascenso y descenso, entre el eros que busca a Dios y el agapé que transmite el don recibido. En este texto bíblico se relata cómo el patriarca Jacob, en sueños, vio una escalera apoyada en la piedra que le servía de cabezal, que llegaba hasta el cielo y por la cual subían y bajaban los ángeles de Dios (cf. Gn 28, 12; Jn 1, 51). Impresiona particularmente la interpretación que da el Papa Gregorio Magno de esta visión en su Regla pastoral. El pastor bueno, dice, debe estar anclado en la contemplación. En efecto, sólo de este modo le será posible captar las necesidades de los demás en lo más profundo de su ser, para hacerlas suyas. En este contexto, san Gregorio menciona a san Pablo, que fue arrebatado hasta el tercer cielo, hasta los más grandes misterios de Dios y, precisamente por eso, al descender, es capaz de hacerse todo para todos (cf. 2 Co 12, 2-4; 1 Co 9, 22)” (Deus caritas est 7).

Puedo amar a Dios sólo porque él me ha amado primero. Yo sólo, con mis propias fuerzas no puedo. Soy incapaz. Como el hombre malherido estoy tirado en el camino. Necesito que Dios se compadezca de mi. Y lo ha hecho por medio de Cristo. El es el buen samaritano que ha venido a buscar a la oveja perdida. No pasa de largo. No es indiferente ante el sufrimiento del hombre. No lo ha abandonado al poder del pecado y de la muerte, sino que compadecido, se detiene en el camino.

Me coge sobre sus hombros. Toma sobre sí mis pecados. Me lleva a la posada, que es la Iglesia, donde entrega unos denarios, los sacramentos de la salvación. Una vez curado, limpio, restablecido puedo amar como Dios me ama. Unidos a Cristo por la gracia, revestido del Espíritu Santo puedo amar con el amor de Dios. Esto fue lo que San Agustín quiso decir cuando afirmó: Ama y haz lo que quieras: si callas, calla por amor; si gritas, grita por amor; si corriges, corrige, por amor; si perdonas, perdona por amor. Exista dentro de ti la raíz de la caridad: de dicha raíz no puede brotar sino el bien.

El amor divino y el amor humano no se oponen, sino que uno y otro están relacionados formando una unidad, de tal manera que “quien quiere dar amor, debe a su vez recibirlo como don”. En consecuencia, si bien es cierto que primero es el amor de Dios, el ágape que desciende, también hay que añadir que la experiencia del amor humano, el eros, puede ser camino de ascenso a Dios[1]. Esta unión del amor humano y amor divino está representada en la cruz, que es un camino vertical, por el que Dios desciende al hombre y éste puede llevar a las alturas de Dios; y es, inseparablemente, un camino horizontal que lleva al amor al prójimo hasta entregar la vida.

“Amor a Dios y amor al prójimo son inseparables, son un único mandamiento. Pero ambos viven del amor que viene de Dios, que nos ha amado primero. Así, pues, no se trata ya de un ‘mandamiento’ externo que nos impone lo imposible, sino de una experiencia de amor nacida desde dentro, un amor que por su propia naturaleza ha de ser ulteriormente comunicado a otros. El amor crece a través del amor. El amor es ‘divino’ porque proviene de Dios y a Dios nos une y, mediante este proceso unificador, nos transforma en un Nosotros, que supera nuestras divisiones y nos convierte en una sola cosa, hasta que al final Dios sea ‘todo para todos’ (cf. 1 Co 15, 28)”[2].

Desde aquí se puede afirmar, con palabras del teólogo suizo Hans Urs von Balthasar, que sólo el amor es digno de fe[3]. Pues el amor es fuente de renovación de la vida cristiana y, al mismo tiempo, hace al creyente testigo de ese mismo amor. Ante el ocultamiento de lo divino, el amor al prójimo muestra que Dios no ha abandonado ni al mundo ni al hombre. Muestra que Dios ha entrado en la historia. Se ha hecho cercano, porque es uno de nosotros, semejante en todo menos en el pecado. Así, el amor de Dios es, al mismo tiempo, concreto porque puedo descubrir su rostro en la imagen de Dios que hay en cada hombre; y trascendente, porque no se queda en lo humano, en lo caduco, sino que para que sea un amor verdadero es necesario que sea eterno y no esté sometido al tiempo y al espacio, y este amor sólo puede ser Dios.

El escritor francés, Maxence Van der Meersch, lo expresó de una forma muy bella en su novela Cuerpos y almas. El protagonista es un joven médico ateo, que se enamora de una enferma de tuberculosis. El amor de esta mujer y la entrega del protagonista conducen a este a la conversión. Al final de la novela, el protagonista ha encontrado el sentido de su vida a través del amor a su mujer.

         “Alcanzar la verdad a través del amor es el más bello y hermoso destino que pueda darse en este mundo… Amar y hacer don de uno mismo son las palabras clave de nuestra vida. Esto es inexplicable, por lo que hay que acudir a Dios…

‘Carísimos, amémonos los unos a los otros, porque el amor proviene de Dios. Aquel que ama es hijo de Dios y conoce a Dios, porque Dios es amor’ ¡Esto es lo que San Juan quería decir! He aquí en todo su esplendor y su incomensurable amplitud el mensaje del apóstol al corazón sencillo…

Por haber amado, a causa de su miseria, a una víctima; por haberse compadecido de ella y aceptado compartir sus lágrimas, la indigencia y la pobreza, detrás del triste, dolido y querido rostro del ser amado, otra Imagen transparenta… Detrás del amor al prójimo, está el bien, está Dios. Cada vez que el hombre ama algo que no está sujeto a él es, conscientemente o no, un acto de fe en Dios”[4].2

 

El ministerio diaconal

La vocación al diaconado presupone y tiene como punto de partida la vocación cristiana, que es vocación a la santidad. Este es el fundamento, la roca, sobre la que se tiene que construir cualquier otra vocación. Si esto no fuera así, corremos un serio peligro de construir la casa sobre arena.

Entonces, si el presupuesto es la vocación cristiana, ser discípulos, a esto no se llega sólo y exclusivamente mediante unos conocimientos. Se llega mediante una relación de comunión, comunión en el amor, con Cristo. Ahora bien, ¿cómo se llega a esto? ¿Cómo hemos conocido a Cristo? Primero mediante el testimonio, donde se unen palabras y obras. En segundo lugar, una vez que nos lo han contado, también, cada uno de nosotros nos hemos encontrado con el Señor resucitado. Y en esa persona hemos descubierto un amor pleno. Quizás, al principio, como el día que conocisteis a vuestra mujer, fue un flechazo, o una especie de intuición (un vuelco del corazón). Sin embargo, de una forma u otra, todos llegasteis a la misma conclusión: “ya no tenemos que esperar a otro” (Mt 11,3; Lc 7, 19-20). ¿Qué es lo que atrae? No es un mensaje, propiamente dicho; tampoco es el conocimiento puramente intelectual; ni unos sentimientos. Es todo esto, pero es mucho más. Es el encuentro con Jesucristo.

Hemos creído en el amor de Dios: así puede expresar el cristiano la opción fundamental de su vida. No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Deus caritas est, 1)

Esta orientación decisiva nos abre las puertas a una nueva relación con Dios. Una relación que no se basa en el temor, sino en una relación paterno-filial, porque Cristo nos muestra la grandeza de nuestra vocación. Esto, evidentemente, nos obliga a dar una respuesta mediante la fe, por la que aceptamos libremente el don de Dios y nos disponemos a vivir según la vocación de hijos. Ahora bien, no podemos olvidar que “el mensaje cristiano no era sólo ‘informativo’, sino ‘performativo’. Eso significa que el Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida” (Spes salvi, 2).

Esta idea me parece clave y fundamental para entender nuestra vida y la vocación cristiana y diaconal. Ese carácter “performativo” de la fe, nos lleva a una trasformación, que es el nuevo nacimiento a la vida nueva. “… a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; estos no nacieron de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre sino que nacieron de Dios” (Jn 1,12-13).

 

El ministerio de la caridad

“En particular, para los diáconos la vocación a la santidad significa ‘seguir a Jesús en esta actitud de humilde servicio que no se manifiesta sólo en las obras de caridad, sino que afecta y modela toda su manera de pensar y de actuar’…” (Directorio, n. 45).

Si, en todo fiel cristiana, la vocación a la santidad conlleva el testimonio de la caridad, en el caso de los diáconos permanente (y en consecuencia de los aspirantes), está llamada es la razón de ser de su diaconía. El ministerio de los diáconos pone de manifiesto, da a conocer, el rostro de Jesús como siervo. En consecuencia, al igual que Cristo es imagen de Dios y en su entrega a los demás, especialmente a los más necesitados, revela el rostro humano de Dios, el rostro de la misericordia, el ministerio diaconal lo actualiza.

Si el fiel cristiano es aquel que ha conocido el Amor de Dios revela en Cristo y, por medio de su participación sacramental, queda vinculado a este amor. Así, el que ha recibido la vocación al diaconado prolonga ese mismo amor redentor en la entrega a los hermanos. No hay solución de continuidad. Quien ha sido rescatado y amado, se trasforma mediante sus obras en testigo de ese mismo amor.

Quizás nos ayuden a entender esto, lo que Benedicto XVI explicaba a los participantes en el encuentro anual de Cor Unum, celebrado en enero del 2006. Al hablar de la encíclica Deus caritas est, el Papa decía:

“… los temas ‘Dios’, ‘Cristo’ y ‘Amor’ se funden como guía central de la fe cristiana. Quería mostrar la humanidad de la fe, de la que forma parte el eros, el ‘sí’ del hombre a su corporeidad creada por Dios, un «sí» que en el matrimonio indisoluble entre un hombre y una mujer encuentra su forma enraizada en la creación. Y allí sucede también que el eros se transforma en agapé, que el amor al otro ya no se busca a sí mismo, sino que se transforma en preocupación por el otro, en disposición al sacrificio por él y también en apertura al don de una nueva vida humana. El agapé cristiano, el amor al prójimo en el seguimiento de Cristo no es algo extraño, puesto al lado del eros o incluso contra él; más bien, en el sacrificio de sí mismo que Cristo realizó por el hombre ha encontrado una nueva dimensión que, en la historia del servicio de caridad de los cristianos a los pobres y a los que sufren, se ha desarrollado cada vez más.” (Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el congreso anual de Cor Unum 26 de enero 2006).

Entender así el ministerio de la caridad, del servicio diaconal a los más necesitados, es importante porque lo vincula a la misión de la Iglesia, que no es distinta a la misión del Hijo. En consecuencia, el ministerio del diácono no responde sólo a una necesidad de justicia, que soluciones los problemas sociales de los hombres; ni se dedica a al trabajo social o a la colaboración de una ONG.  ctrfbwgweaese20

En consecuencia, el ministerio diaconal va más allá. Es el fruto de la fe, la respuesta a la llamada de Dios a entregar la vida, como lo hizo el mismo Cristo. El servicio del diácono es la respuesta de amor por parte de quien ha sido conquistado por el mismo Jesús. “El colaborador de toda organización caritativa católica quiere trabajar con la Iglesia y, por tanto, con el Obispo, con el fin de que el amor de Dios se difunda en el mundo. Por su participación en el servicio de amor de la Iglesia, desea ser testigo de Dios y de Cristo y, precisamente por eso, hacer el bien a los hombres gratuitamente” (Deus caritas est 33).

¿Cuáles son las características de la forma cristiana y eclesial de vivir la caridad? Siguiendo la encíclica de Benedicto XVI (Cfr. Deus caritas est 31), estas características son las que nos propone el mismo Jesús en la parábola del samaritano:

Es la respuesta inmediata a una necesidad. Quienes atienden a los necesitados necesitan una “formación del corazón”: “se les ha de guiar hacia ese encuentro con Dios en Cristo, que suscite en ellos el amor y abra su espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se desprende de su fe, la cual actúa por la caridad (cf. Ga 5, 6)”. En este sentido, conviene recordar lo que dicen las Normas para el diaconado permanente en España: “el diácono debe configurarse con Cristo Siervo al cual representa y, por este motivo, debe actuar con humilde caridad y mostrarse siempre misericordioso por su solicitud hacia los que padecen enfermedades y deficiencias físicas y espirituales (cf. Directorio, nn. 37-42).” (Normas básicas para la formación de los diáconos permanentes en las diócesis españolas 8).

Es la actualización, aquí y ahora del amor que el hombre necesita. En consecuencia, no participa de ideologías ni de organizaciones políticas. En este sentido, el Directorio para la vida y ministerio de los diáconos permanentes, cuando habla del ministerio de la caridad, afirma: “Como ministros de Cristo y de la Iglesia, sepan superar cualquier ideología e interés particular, para no privar a la misión de la Iglesia de su fuerza, que es la caridad de Cristo”. (Directorio, n. 38).

No es un medio de proselitismo, ya que el amor es gratuito. Ahora bien, esto no significa que se deba ejercer la caridad sin referencia a Cristo y a Dios. “Quien ejerce la caridad en nombre de la Iglesia nunca tratará de imponer a los demás la fe de la Iglesia. Es consciente de que el amor, en su pureza y gratuidad, es el mejor testimonio del Dios en el que creemos y que nos impulsa a amar”.

Así, en el mismo número 38 del Directorio, se afirma: “La diaconía, de hecho, debe hacer experimentar al hombre el amor de Dios e inducirlo a la conversión, a abrir su corazón a la gracia”.

Todo esto que hemos dicho, como presentación al tema de este curso, creo que puede quedar resumido en las palabras de Benedicto XVI dirigidas al congreso anual de Cor Unum:

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D. Andrés Martínez Esteban, formador de los candidatos y aspirantes al diaconado permanente

“El espectáculo del hombre que sufre toca nuestro corazón. Pero el compromiso caritativo tiene un sentido que va mucho más allá de la simple filantropía. Es Dios mismo quien nos impulsa, en lo más íntimo de nuestro ser, a aliviar la miseria. Así, en definitiva, es a él mismo a quien llevamos al mundo que sufre. Cuanto más consciente y claramente lo llevemos como don, tanto más eficazmente nuestro amor transformará el mundo y suscitará la esperanza, una esperanza que va más allá de la muerte, y sólo así es verdadera esperanza para el hombre”. (Benedicto XVI, Discurso a los participantes en el congreso anual de Cor Unum 26 de enero 2006).

[1] Cfr. Benedicto XVI, Deus caritas est 7.

[2] Ibid., 18.

[3] Cfr. H. Urs von Balthasar, Sólo el amor es digno de fe (Sígueme, Salamanca 2004), 53-58.

[4] M. Van der Meersch, Cuerpos y almas (Círculo de Lectores, Madrid 1969) 610.

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