El diaconado, considerado en sí mismo como ministerio permanente no destinado al presbiterado, decae en Occidente después del siglo V ―hasta esa fecha era una institución floreciente―, porque a partir de esa época los presbíteros comienzan a sentirse mayormente implicados en la actividad pastoral y, de este modo, el primer grado del sacramento del orden es reducido a una etapa para llegar al grado sucesivo, el presbiterado.
El Concilio de Trento trató de reaccionar, pero sin éxito. Hubo que esperar hasta el Concilio Vaticano II, en al segunda mitad del siglo XX, para ver restablecido el diaconado “como un grado particular dentro de la jerarquía” (LG 29). Y después de esta afirmación, el texto de la Constitución Dogmática Lumen Gentium, también en el n. 29, especifica: “Con el permiso del Romano Pontífice, se puede conferir este diaconado a hombres de edad madura casados o también a jóvenes idóneos, pero para éstos hay que mantener como obligatoria la ley del celibato”.
Pablo VI, en la Carta Apostólica, en forma de motu proprio, Sacrum diaconatus Ordinem (de 18 de junio de 1967), reafirma que el orden del diaconado “(…) no debe ser considerado como un puro y simple grado de acceso al sacerdocio; sino que él, insigne por su carácter indeleble y su gracia particular, enriquece tanto a aquellos que son llamados a él y pueden dedicarse ‘a los misterios de Cristo y de la Iglesia’ de manera estable”.
El restablecimiento del diaconado permanente, autorizadamente solicitado por el último Concilio, no puede dejar de producirse en armonía y continuidad con la antigua tradición. Resultan significativas las palabras de las Congregaciones para la Educación Católica y para el Clero, en la declaración conjunta (de 22 de febrero de 1998), que se encuentra al inicio de las Normas fundamentales para la formación de los diáconos permanentes y del Directorio para el ministerio y la vida de los diáconos permanentes. Estas palabras resultan clarificadoras y sirven para futuras orientaciones. En ellas se dice: “es la entera realidad diaconal (visión doctrinal fundamental, consecuente discernimiento vocacional y preparación, vida, ministerio, espiritualidad y formación permanente) que postula hoy una revisión del camino de formación recorrido hasta aquí, para llegar a una clarificación global, indispensable para un nuevo impulso de este grado del Orden sagrado, en correspondencia con los votos y las intenciones del concilio ecuménico Vaticano II”.
Se trata de una invitación a descubrir en el corazón de la Institución-Iglesia, siempre indispensable, y de las estructuras eclesiales, igualmente necesarias, la realidad viva y vivificante de la gracia que las anima y, al mismo tiempo, nos invita a descubrir el nexo teológico que las vincula a Cristo, único, verdadero Epíscopo, Presbítero y Diácono. Por otra parte, ya en el Nuevo Testamento –en la Carta a los Filipenses (cf. 1, 1) y en la primera Carta a Timoteo (cf. 3, 1-13)– encontramos asociados el Obispo y el diácono. Y a continuación su estrecha relación la reafirma la Traditio Apostolica –principio del siglo III, Hipólito de Roma–, donde la gracia conferida al diácono con el rito de la ordenación es definida “simple servicio del Obispo”. Pocos años después –a mediados del siglo III, en Siria–, laDidascalia de los Apóstoles presenta al diácono como “servidor del Obispo y de los pobres”.
Conclusiones
- El diácono se presenta como la persona que, en virtud del vínculo estructural que lo une sacramentalmente al Obispo (primer grado del orden sagrado), vive la “comunión eclesial” mediante un servicio específico al epíscopo, precisamente a partir de la Eucaristía y en relación con ella.
- El diácono se presenta como la persona que, como consecuencia del sacramento, es decir, en cuanto insertado en el primer grado del orden sagrado, se dedica al servicio de una caridad integral y exhaustiva y que, por eso, no es únicamente una solidaridad humana y social, y así manifiesta el carácter más típico de la diaconía.
- El diácono se presenta como aquel que, constituido sacramentalmente en el servicio de la ofrenda (diaconía) vive su ministerio diaconal expresando en la imitación de Cristo, el sentido teológico del servicio de la caridad.
Si la característica principal que identifica al diácono en sí mismo y en su ministerio es ser ordenado por el servicio a la caridad, el ministerio de la caridad a la que el diácono está destinado mediante la ordenación no se detiene en el servicio de la Eucaristía, o como se decía una vez con leguaje catequístico, a las obras de misericordia corporales o espirituales, sino que el servicio diaconal de la caridad debe realizarse en la entrega incondicional de sí, hasta la imitación de Cristo, el testimonio fiel por antonomasia (cf. Ap 1, 5; 3, 14).
Pero esto no significa que el diácono agote en su ministerio el testimonio de la caridad que es, y permanece siempre, vocación y misión de toda la Iglesia. Más bien se desea afirmar que, en virtud de la ordenación, el diaconado lleva en sí, de modo sacramental específico, la “forma Christi” para el servicio de la caridad; es decir un “ejercicio ministerial” de la caridad que se pone en práctica con respecto a Cristo y a los hermanos y que puede llegar a requerir también el don de sí mismo.
Ahora ―a pesar de la heroica llamada universal a la caridad― un hecho es indiscutible: en la Iglesia existe un específico “ministerio ordenado”, es decir de los hombres sacramentalmente constituidos para el servicio de la caridad.