Formación permanente para los diáconos impartida el 15 de febrero de 2025 en el Seminario Conciliar por Monseñor Vicente Martín.
REAVIVAR LA ESPERANZA.
1. Peregrinos de esperanza
Estamos en unos momentos de la historia donde no se respira mucho aire de esperanza. Más bien lo contrario. Flota la desesperanza y el miedo: guerras, desigualdades sociales, agresividad verbal, polarización social, incertidumbre ante el futuro… Las redes sociales son un ejemplo de agresividad e intolerancia donde los que expresan una opinión diferente son enemigos a batir.
Sin embargo, pese a estos aires de desesperanza, “en el espíritu humano, afirma el filósofo Byung-Chul Han, anida la capacidad de hacer fecundo el yermo, capaz de remover ese viento que nos trae aires de esperanza”. No todo son sombras en el mundo, ni en nuestra historia. Hay caminos iluminados por la esperanza. “Cada niño que nace es la prueba de que Dios aún no ha perdido la esperanza en los hombres” (R. Tagore) Dice el Papa «es necesario poner atención a todo lo bueno que hay en el mundo para no caer en la tentación de considerarnos superados por el mal y la violencia» (SNC 7).
“La esperanza es audaz, como dice Fratelli tutti. Sabe mirar más allá de la comodidad personal, de las pequeñas seguridades y compensaciones que estrechan el horizonte, para abrirse a grandes ideales, que hacen la vida más bella y digna” (FT 54-55)
En la tradición judeocristiana, el jubileo es un tiempo de gracia en el que se experimenta la misericordia de Dios y el don de su paz. Un tiempo en el que los pecados son perdonados, la reconciliación supera injusticia y la tierra reposa.
El Jubileo Ordinario 2025, “Peregrinos de la esperanza”, nos convoca a ser peregrinos, llevar esperanza. Él jubileo es una ocasión privilegiada para reavivar la esperanza, también en nosotros los esposos, los diáconos, los sacerdotes y obispos, que somos vulnerables, no estamos exentos de cansancios y fatigas, de desánimos y desmotivaciones. También nosotros necesitamos acompañamiento, cercanía y ánimo.
Lo que se pretende es que este año pueda ser para todos un momento de encuentro vivo y personal con el Señor, a quien la Iglesia tiene la misión de anunciar a todos como “nuestra esperanza” (1 Tim 1,1). Esta esperanza basada en Cristo es una promesa de Dios y hace latir nuestro corazón.
En su libro, “La esperanza no defrauda nunca”, Francisco la presenta con dos imágenes sugerentes: es el ancla y es la vela del barco en medio de la tormenta. Es el ancla porque es concreta y no difusa y encuentra su raíz en la seguridad de lo que Dios nos ha prometido y ha realizado en Jesucristo. Es también la vela porque, además de darnos seguridad, hace que el barco pueda avanzar entre las aguas. Así, además de darnos la firmeza del ancla, recoge el viento del Espíritu Santo, esa fuerza motriz que empuja para seguir navegando (pag 11)
Los padres sois luces de esperanza en las sombras de la vida. Nace de vuestro amor de esposos, de padre y madre. De vuestro proyecto, donde entra también el diaconado. Es luz de esperanza es extensión del amor de Dios porque ante las dificultades seguís creyente en la presencia divina y su mano extendida.
De lo que se trata es de hacer de la esperanza una fuerza que moviliza vuestra vida diaria. La esperanza sabe de nuestra fragilidad, pero también de nuestra fuerza y de nuestro potencial. No significa que todo irá siempre bien, pero sabe aceptar las dificultades y el sufrimiento cuando nos llegan. El silencio en pareja alimenta el pesimismo. Compartir vuestra historia como pareja alimenta la esperanza
2. Dios fuente de nuestra esperanza
En el corazón del ser humano anida la esperanza como deseo y expectativa de bien. A lo largo de su existencia, el ser humano tiene muchas esperanzas, más grandes o más pequeñas. A veces puede parecer que una de estas esperanzas lo llena totalmente y que no necesita de ninguna otra. En la juventud puede ser la esperanza del amor grande y satisfactorio; la esperanza de cierta posición en la profesión, de uno u otro éxito determinante para el resto de su vida, en nuestro caso la ordenación diaconal. Sin embargo, cuando estas esperanzas se cumplen, se ve claramente que esto, en realidad, no lo era todo. Está claro que el hombre necesita una esperanza que vaya más allá. (SS 30). Efectivamente, necesitamos esperanzas que nos mantengan en pie día a día, pero sin la gran esperanza, aquellas no bastan.
Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, Él es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto. Su reino no es un más allá imaginario, situado en un futuro que nunca llega; su reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza. (SS 30-31)
“Acerquémonos con corazón sincero y llenos de fe, con el corazón purificado de mala conciencia y con el cuerpo lavado en agua pura. Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, porque es fiel quien hizo la promesa” (Heb 10,22.23) La fe es el fundamento de nuestra esperanza. Ésta es una palabra central de la fe bíblica, hasta el punto de que en muchos pasajes las palabras “fe” y “esperanza” parecen intercambiables (SS 2). No se concibe una vida de fe sin que ésta no haga surgir la esperanza y vivir en ella. Sin la esperanza la fe no es auténtica y sin la fe, la esperanza carece de fundamento válido.
La verdadera esperanza cristiana nace de la fe y se alimenta en el encuentro personal con el Dios Salvador, que en Cristo Resucitado ha dado cumplimiento a su plan de salvación y ha manifestado su amor gratuito e inquebrantable. La esperanza cristiana confía y cree en la salvación de Jesucristo y está abierta a construir el proyecto que Dios tuvo en la creación.
3. El amor, certeza de la esperanza.
“La esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que nos ha sido dado” (Rom 5,1-2). Así es la esperanza cristiana, está fundada en la certeza de que nada ni nadie puede separarnos del amor de Cristo (Bula, 3)
Benedicto XVI definió la verdadera fisonomía de la esperanza cristiana poniéndola en relación con el amor, lo único que puede redimir al hombre: “Cuando uno experimenta un gran amor en su vida, se trata de un momento de «redención» que da un nuevo sentido a su existencia” (SS 26). Este amor funda la certeza de la esperanza, como lo expresa Pablo en la Carta a los Romanos: «Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rm 8,38-39).
Quien ha sido tocado por el amor empieza a intuir lo que es propiamente la vida, vida en toda su plenitud, la que trae Jesús, Buen Pastor, que ha “venido para que nosotros tengamos la vida y la tengamos en abundancia” (cf. Jn 10,10).
La familia es la esperanza de la humanidad. La esperanza, como el amor de pareja y de familia, está siempre construyéndose con los dones y virtudes que Dios nos da. Los pequeños gestos de vuestra relación irán tapando los huecos por donde suele entrar el agua del desánimo. Siempre podemos hacer algo. Admiro a los matrimonios con actitudes positivas. No se les oye decir “no se puede hacer nada”. Admiro a los padres que no habéis perdido la esperanza sobre el devenir de vuestros hijos. Que seguís creyendo que las semillas de amor sembradas en ellos darán su fruto. Su tierra necesita paciencia. ¿Más todavía? Sí. Más todavía, hasta que el agua del amor y de la fe en ellos calen en las raíces de su vida y absorban todos los nutrientes que parecían muertos. El bien no se alcanza una vez para siempre, ha de ser conquistado cada día, dice el papa.
Ya lo decía san Juan Pablo II, la familia es el primer referente de la experiencia de amor a todos. La esperanza no significa que se sea siempre optimista, como quien cree que todo irá bien, no es estar seguro del mañana sino confiar en el hoy. Es trabajar por tener la seguridad de nuestra relación con el hoy. Relación conmigo mismo, con el otro, con Dios.
4. La esperanza anticipa lo esperado.
Los cristianos esperamos el retorno glorioso de Cristo, la salvación definitiva. En la Carta a los Filipenses, San Pablo transmite la siguiente confesión de fe: “Nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde esperamos como Salvador al Señor Jesucristo, el cual transfigurará este cuerpo nuestro en cuerpo glorioso como el suyo, en virtud del poder que tiene de someter a si todas las cosas” (Flp 3, 20-21). Nuestro futuro de vida está inseparablemente vinculado a la resurrección de Cristo.
La esperanza cristiana no es un seguro de vida, ni una póliza que nos asegura que todo será fácil. Tiene que ver con la confianza en Alguien que nos asegura el destino de nuestro viaje último, por eso la esperanza cristiana se refiere a algo que aún no tenemos: la salvación para siempre. Ese cielo habitado por la eternidad. Si nuestra esperanza se redujera solamente a la vida terrena, explicaría la revolución y la guerra. La esperanza puesta en la vida y la resurrección de Cristo tiene otro relato y otro fin para el creyente. Creer en Cristo es creer en la otra vida prometida por su resurrección. Cualquiera que sea nuestra edad, tenemos toda la vida por delante. “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que, por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos nos ha regenerado para una esperanza viva” (1Pe 1,3)
Esperar es confiar, lo cual no significa tener la certeza de que todo irá bien, sino la confianza de que la realidad, el sufrimiento pueda tener sentido.
Por otra parte, “La fe es fundamento de las cosas que se esperan, prueba de las cosas que no se ven”, indica la Carta a los Hebreos (Heb11,1) En efecto, la esperanza cristiana no mira solamente a ese futuro glorioso que nos espera, sino que nos anticipa lo esperado. Como dice Spe Salvis, la fe no es solamente un tender la persona hacia lo que ha de venir, y que está todavía ausente, la fe nos da algo. Nos da ya ahora algo de la realidad esperada, y esta realidad presente constituye ya para nosotros una “prueba” de lo que aún no se ve.
El Reino de Dios no es simplemente futuro, es ya realidad presente: “mirad, el reino de Dios está en medio de vosotros” (Lc 17,21). El reino es semilla que ha sido sembrada y que va creciendo poco a poco.
5. Una esperanza comprometida y transformadora
Nuestra esperanza es escatológica, meta-histórica porque es esperanza en la plenitud del Reino de Dios, en la vida eterna, como ya hemos indicado, pero, al mismo tiempo, es histórica porque la esperanza no es un punto inmóvil en el horizonte del más allá, es motor de nuestro existir aquí y ahora, que es camino hacia la meta del Reino.
Lo histórico para el creyente tiene importancia. En el presente vivimos anticipadamente lo que esperamos (SS 9). Sabiamente decía el Concilio Vaticano II: “la esperanza escatológica no merma la importancia de las tareas temporales, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo a su ejercicio (GS 21).
La dinámica es vivir desde lo que se espera. «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo» (Hch 1,11) Spe Salvi 4, afirma que los cristianos cambiamos el mundo, la sociedad desde dentro, a partir de nuestro estilo de vida. La esperanza transforma desde dentro la vida y el mundo. Ciertamente nos encaminamos hacia la ciudad futura, pero en el camino y peregrinación anticipamos y preparamos la realidad esperada.
No es simplemente esperar a que algo bueno ocurra en el futuro, sino anticipar el cumplimiento de ese futuro operando sobre las potencialidades del presente. Es, por tanto, una esperanza activa y transformadora, que va sembrando gestos de justicia y paz, de encuentro y cuidados. “Estamos llamados a ser signos tangibles de esperanza” (SNC 10)
La Eucaristía es prenda de la esperanza de consumación y alimento del camino que nos lleva a la plenitud.
6. Esperanza comunitaria.
Nadie se salva solo, la salvación es una realidad comunitaria. La vida eterna a la que nos dirigimos comporta estar unidos existencialmente en un pueblo y solo se puede realizar para cada persona dentro de este nosotros. Esto supone dejar de estar encerrados en el yo y abrirse al encuentro de los otros, que abre hacia la fuente de la alegría y hacia el mismo amor de Dios (SS 14). En ese sentido, insistía, Benedicto XVI: “como cristianos, nunca deberíamos preguntarnos solamente: ¿cómo pueda salvarme yo mismo? Deberíamos preguntarnos también: ¿Qué puedo hacer para que otros se salven y para que surja también entre ellos la estrella de la esperanza? Entonces habré hecho el máximo también por mi salvación personal” (SS 48) La esperanza cristiana es comunitaria y eclesial.
La esperanza se fortalece con otros y para cultivarla se necesita la comunidad (familia, amigos, equipo …). Compartir la vulnerabilidad, acompañarla e, incluso, celebrarla es un potencial esperanzador. La esperanza se nutre de esfuerzos compartidos, de redes humanas con fuertes vínculos donde se encarnan valores como generosidad, compasión, fraternidad y gratitud. Por eso, la esperanza arraiga en los nombres y rostros que nos acompañan y cuidan.
7. El aprendizaje de la esperanza
Dos ámbitos para aprender a vivir la esperanza: la vulnerabilidad, el sufrimiento y la oración.
Reconocer la propia vulnerabilidad y acercarse al mundo del dolor comprometidamente es lugar para la esperanza. Una esperanza que parte de la fragilidad y requiere visitar los lugares del dolor, donde se domicilian las periferias.
Aunque nosotros podamos y debamos procurar atenuar nuestro sufrimiento, no nos es posible eliminarlo: forma parte de nuestra existencia. Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito (SS, 37). En el sufrimiento también hay esperanza. Más aún, la capacidad de sufrir por amor a la verdad es un criterio de humanidad. Y es que Dios, como dijera Bonheffer, no nos salva del sufrimiento sino en el sufrimiento, no nos salva del dolor, sino en el dolor.
A la aceptación del sufrimiento, el ofrecimiento. Nuestros sufrimientos pueden ser libremente ofrecidos a Dios en favor de nuestros hermanos. De esta forma estaremos participando en esa misma ofrenda voluntaria que hizo Cristo de sí mismo al Padre, en la Cruz. Los cristianos tenemos la firme convicción de que no existe sufrimiento inútil ni estéril, sino que cada cruz de nuestra vida lleva implícita una vocación corredentora.
Una segunda escuela es la oración. El hombre ha sido creado para ser colmado por Dios; pero el problema es que nuestro corazón es demasiado pequeño, y nuestros deseos y esperanzas necesitan ser purificados. Con frecuencia, Dios no nos concede de forma inmediata los dones que le pedimos, tal vez porque no nos convienen o, quizás, porque necesitamos tener más conciencia de gratuidad… En la oración, el hombre ha de aprender qué es lo que verdaderamente puede pedirle a Dios, lo que es digno de Dios y ha de purificar sus deseos y sus esperanzas. (Spe Salvi, 33).
El ejercicio de la oración de petición es similar al del marinero que, desde su barquichuela, lanza una soga al lugar de amarre del puerto. Después de tirar con fuerza de la soga, lo que consigue no es precisamente que el puerto se acerque a su barca, sino al contrario: es él quien se acerca al puerto.
8. La existencia cristiana: creer, esperar y amar
Ch. Péguy, el poeta de la esperanza, la representó con una sugerente imagen. Una mujer joven, que representa la Fe, camina con paso firme como capitana que custodia una fortaleza; y una mujer mayor, que representa la Caridad, sostiene y ampara sobre sus hombros los heridos y las miserias del mundo. Entre las dos llevan de la mano a una frágil niña, llamada Esperanza, que las anima y sostiene cuando se cansan y desfallecen.
La fe, la caridad y la esperanza están hermanadas, formando una admirable urdimbre, una íntima conjunción que es el sello que identifica a los cristianos: “Tenemos presente ante nuestro Dios y Padre la obra de vuestra fe, los trabajos de vuestra caridad y la paciencia/firmeza en el sufrir que os da vuestra esperanza en Jesucristo Nuestro Señor” (1Tes 1, 2-3). Podemos decir que fe, la esperanza y la caridad se nutren entre sí mutuamente, en una especie de perfecta simbiosis trinitaria
Estas tres dimensiones de la existencia cristiana se exigen mutuamente. Como dijo San Agustín “nadie vive en cualquier género de vida sin estas tres disposiciones del alma: creer, esperar, amar” (bula 3). Se lo pedimos a Maria, estrella de la esperanza.
9. Esperanzar
Cuando los desafíos y contrariedades llegan nos debemos preguntar: ¿dónde se aferra nuestra esperanza? ¿qué miedos habitan en nosotros? Esos miedos, ¿nos hacen perder nuestra fe en nosotros mismos y en los otros? ¿Estamos viviendo una esperanza activa o seguimos esperando a que la tormenta pase? La vida feliz es vida con esperanza. Motivo de serenidad, de paz, de alegría. A veces la perdemos en los caminos. La esperanza, como el amor, es fuerte y frágil a la vez. Nos llena mucho cuando la vivimos, nos desilusiona cuando la perdemos. “Por muy larga que sea la tormenta, el sol siempre vuelve a brillar entre las nubes” (Khalil Gibran)
Utilizando una expresión de Paulo Freire, estamos llamados a conjugar el verbo esperanzar: “Es necesario tener esperanza, pero tener esperanza del verbo esperanzar; porque hay gente que tiene esperanza del verbo esperar. Y esperanza del verbo esperar no es esperanza es espera. ¡Esperanzar es levantarse, esperanzar es ir detrás (de algo o de alguna cosa), esperanzar es construir, esperanzar es no desistir! Esperanzar es llevar adelante, esperanzar es juntarse con otros para hacer de otro modo”.