Retiro para los diáconos de Madrid antes de Semana Santa (27 marzo 2021)
Vocación del diácono a la santidad
En esta mañana, Cristo mismo, que nos ha llamado a cada uno de nosotros para seguirle, sabiendo de nuestras fragilidades y temores, ha dispuesto que escuchemos una invitación especial de su parte: «Sed perfectos como vuestro padre celestial es perfecto».
Efectivamente, no sólo recibimos el Bautismo de modo que hemos quedado unidos al Pueblo Santo de Dios, no sólo tenemos una llamada que compartimos con todos los que creen en Cristo para «ser santos e inmaculados ante Él por el amor». ¡No! ¡Tenemos además un sacramento que nos impulsa a ello de modo extraordinario! Muchos de vosotros lo vivís en el matrimonio y eso convierte vuestra familia en un auténtico sagrario de la santidad. Estamos llamados a la perfección también en razón del ministerio recibido. Perfección por un amor nuevo que Cristo ha puesto en nuestros corazones el día de nuestra ordenación.
Un amor propio del Buen Pastor, que vino a «prender fuego en el mundo» y que «arde en deseos de que todos conozcan este fuego y alcancen vida eterna al dejar que en él prenda toda su alma». Esta vocación de llevar al mundo entero el ardor del corazón de Cristo, irradiando el fuego de su amor, es la razón de ser de la Iglesia. La Iglesia no sólo tiene una misión, «es MISIÓN». Y en ella tiene sentido el ministerio que hemos recibido. De esto habla San Ignacio de Antioquía:
«Que todos reverencien a los diáconos como a Jesucristo, como también al obispo, que es imagen del Padre, y a los presbíteros como al senado de Dios y como a la asamblea de los apóstoles: sin ellos no se puede hablar de Iglesia» (San Ignacio de Antioquía, Epistula ad Trallianos 3,1).
Los diáconos son dignos de una reverencia especial porque son imagen de Cristo, que se hizo diácono de los hombres, siervo de los siervos, aceptando y eligiendo libremente el último lugar, para recibir como herencia propia a la entera humanidad, descarriada por sus pecados.
¡Que los diáconos sean santos! ¡Como San Esteban o San Felipe, elegidos por los Apóstoles! ¡Como el valiente San Lorenzo en Roma o San Vicente en Zaragoza! ¡Como San Efrén, el de la bella evangelización desde Siria por los himnos que compuso o San Atanasio, que desde Alejandría luchó con furia por salvar nuestra fe con la verdad! Pero hoy, no hablemos de «los diáconos del mundo» (en general) sino de nosotros. ¡Que estos diáconos y sus familias, los aspirantes y quienes los acompañan, alcancen la santidad por la gracia de Jesucristo! Recordemos las palabras del Papa Francisco que decía:
Para ser santos no es necesario ser obispos, sacerdotes, religiosas o religiosos. Muchas veces tenemos la tentación de pensar que la santidad está reservada solo a quienes tienen la posibilidad de tomar distancia de las ocupaciones ordinarias, para dedicar mucho tiempo a la oración. No es así. Todos estamos llamados a ser santos viviendo con amor y ofreciendo el propio testimonio en las ocupaciones de cada día, allí donde cada uno se encuentra. ¿Eres consagrada o consagrado? Sé santo viviendo con alegría tu entrega. ¿Estás casado? Sé santo amando y ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos. ¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a seguir a Jesús. ¿Tienes autoridad? Sé santo luchando por el bien común y renunciando a tus intereses personales (GE 14).
¿Y qué tendrán estos diáconos que quieren ser santos? ¿Qué camino podrán seguir? ¿En quiénes podrán verse reflejados para vivir con santidad esta Semana Santa?
Dejad que traiga a vuestra memoria tres imágenes del Antiguo Testamento que puedan iluminarnos en esta mañana. Contemplemos tres diaconías con las que gustar algo de la santidad que Dios quiere para vosotros en este momento.
Imágenes de santidad
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Moisés en lo alto de la montaña
Éxodo 17: 8Amalec vino y atacó a Israel en Refidín. 9Moisés dijo a Josué: «Escoge unos cuantos hombres, haz una salida y ataca a Amalec. Mañana yo estaré en pie en la cima del monte, con el bastón de Dios en la mano». 10Hizo Josué lo que le decía Moisés, y atacó a Amalec; entretanto, Moisés, Aarón y Jur subían a la cima del monte. 11Mientras Moisés tenía en alto las manos, vencía Israel; mientras las tenía bajadas, vencía Amalec. 12Y, como le pesaban los brazos, sus compañeros tomaron una piedra y se la pusieron debajo, para que se sentase; mientras, Aarón y Jur le sostenían los brazos, uno a cada lado. Así resistieron en alto sus brazos hasta la puesta del sol.
Sobre este presbiterio natural se yerguen dos diáconos a ambos lados de un hombre que «episcopea» a su pueblo. Eran tres, «uno, uno y uno», imagen de la Trinidad, que vela por el pueblo. Pero también son los diáconos a los lados del Obispo, que lo sostienen en su oración de intercesión y de liberación. Los báculos de los Obispos, de hecho, tendrán formas muchas veces de serpiente u otros animales «enemistados» con el hombre, por ser potestad de él liberar al pueblo de estas influencias del maligno.
Los diáconos sirven como vinculados a la autoridad de la Iglesia, en concreto del Obispo, que custodia la comunión del pueblo de Dios, gobierna como modo de servir, y ejerce una autoridad que le viene de Cristo con objeto de mantener vivo al pueblo en la adversidad y enviarlo a la misión de anunciar en Evangelio a todas las gentes. De algún modo todo ello está recogido en los escritos de los Padres tal y como cita el CEC: En la ordenación al diaconado, sólo el obispo impone las manos, significando así que el diácono está especialmente vinculado al obispo en las tareas de su «diaconía» (CEC; San Hipólito Romano, Traditio apostolica 8).
A su vez, dice CIC: 1008 Mediante el sacramento del orden, por institución divina, algunos de entre los fieles quedan constituidos ministros sagrados, al ser marcados con un carácter indeleble, y así son consagrados y destinados a servir, según el grado de cada uno, con nuevo y peculiar título, al pueblo de Dios. Y concreta seguidamente: 1009 § 1. Los órdenes son el episcopado, el presbiterado y el diaconado… § 2. Se confieren por la imposición de las manos y la oración consecratoria que los libros litúrgicos prescriben para cada grado. Y más singularmente explica que: § 3. Aquellos que han sido constituidos… diáconos…, son habilitados para servir al pueblo de Dios en la diaconía de la liturgia, de la palabra y de la caridad.
En la imagen de Moisés, custodiado por Jur y Aarón, contemplamos a los diáconos en su bellísima tarea de acompañar al Obispo en su oración por todos los fieles. En su «episcopar», compartiendo con él la «visión» de un pueblo pecador, de un pueblo frágil y desobediente, que es amado con un amor de predilección por Dios y por el que un diácono siente la misma compasión que Dios mismo.
¿Cómo sujetar los brazos del Pastor de la diócesis o de una parroquia? Escuchándolo. ¿Y cómo saber que lo he hecho bien? Se sabe que se ha hecho bien cuando el Pastor, tras la conversación, te da las gracias. Porque has sabido custodiar su propia oración en favor del pueblo, sus lágrimas, su celo por su liberación del pecado y la mundanidad, su esperanza en la victoria definitiva que sólo Cristo puede alcanzarles.
El Papa Francisco elogia (en GE 154) la oración de súplica, porque es expresión del corazón que confía en Dios, que sabe que solo no puede. De hecho, los pastores encontramos en la vida del pueblo fiel de Dios muuuucha súplica llena de ternura creyente y de profunda confianza. Por eso, es un privilegio que los diáconos sean misioneros de la oración de petición, pues es la forma de oración que nos serena el corazón y nos ayuda a seguir luchando con esperanza.
El Papa Francisco dice que «la súplica de intercesión tiene un valor particular, porque es un acto de confianza en Dios y al mismo tiempo una expresión de amor al prójimo«. y eso que no faltan quienes, por prejuicios espiritualistas, creen que la oración debería ser una pura contemplación de Dios, sin distracciones, como si los nombres y los rostros de los hermanos fueran una perturbación a evitar. ¡No tomemos esta actitud desencarnada jamás! Al contrario, que se diga de los diáconos que hacen de su oración una ofrenda más agradable a Dios y más santificadora si cabe, por la intercesión, pues así viven el doble mandamiento que nos dejó Jesús, del que han sido constituidos mensajeros. Muchos ejercéis ministerios de gran ternura, junto a los más pobres, junto a los enfermos, junto a los moribundos, o en cementerios o crematorios en los que rezáis con las familias de los difuntos. Vuestra intercesión nunca es solitaria. Todo lo contrario, vuestra intercesión expresa el compromiso real e incondicional de la Iglesia con los preferidos de Cristo, y por vuestras palabras lográis incorporar la vida de los demás, sus angustias más perturbadoras y sus mejores sueños, a la oración de la Iglesia Universal. Lo sabéis por las Vísperas de las fiestas de los Santos Pastores, pero de quien se entrega generosamente a interceder puede decirse con verdad aquello de: «Este es el que ama a sus hermanos, el que ora mucho por el pueblo» (2 Mac 15,14).
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Elías hambriento en el desierto
1 Reyes 19: 1Ajab transmitió a Jezabel cuanto había hecho Elías y cómo pasó a cuchillo a todos los profetas de Baal. 2Jezabel envió un mensajero para decirle: «Que los dioses me castiguen si mañana a estas horas no he hecho con tu vida como has hecho tú con la vida de uno de estos». 3Entonces Elías tuvo miedo, se levantó y se fue para poner a salvo su vida. Llegó a Berseba de Judá y allí dejó a su criado. 4Luego anduvo por el desierto una jornada de camino, hasta que, sentándose bajo una retama, imploró la muerte diciendo: «¡Ya es demasiado, Señor! ¡Toma mi vida, pues no soy mejor que mis padres!». 5Se recostó y quedó dormido bajo la retama, pero un ángel lo tocó y dijo: «Levántate y come». 6Miró alrededor y a su cabecera había una torta cocida sobre piedras calientes y un jarro de agua. Comió, bebió y volvió a recostarse. 7El ángel del Señor volvió por segunda vez, lo tocó y de nuevo dijo: «Levántate y come, pues el camino que te queda es muy largo». 8Elías se levantó, comió, bebió y, con la fuerza de aquella comida, caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta el Horeb, el monte de Dios.
Este segundo texto muestra a un ángel que le sirve el alimento necesario al profeta. El diácono sirve el alimento de la Palabra del Cuerpo de Cristo al Pueblo de Dios que peregrina por el desierto de este mundo. Y este servicio lo realiza no sólo durante la Eucaristía, sino también en otros momentos donde parte el pan de la palabra enseñando o alimenta a los enfermos o a los mayores llevando la Comunión. De hecho, dice CIC: 910 § 1. Son ministros ordinarios de la sagrada comunión el obispo, el presbítero y el diácono. Y algo más adelante también señala que: 943 Es ministro de la exposición del santísimo Sacramento y de la bendición eucarística el sacerdote o el diácono; lo cual es un momento realmente fecundo de la vida del diácono al servicio del Pueblo. Señalar a Cristo, Pan Vivo bajado del Cielo. Y acercar al Pueblo a tomar fuerzas de este Pan para el camino que Dios propone.
Todo en la vida del diácono, e incluso en la vida de su familia, es alimento con el que vivifican a la Iglesia. Por eso dice CEC: Los diáconos participan de una manera especial en la misión y la gracia de Cristo (cf LG 41; AG 16). En realidad, este sacramento, el sacramento del Orden, hace un milagro múltiple, consagrando al diácono, y su vida social, su vida familiar, su vida privada, todo, como un auténtico surtidor de la gracia de Cristo. Los diáconos permanentes fueron marcados con un sello («carácter») que nadie puede hacer desaparecer y que los configura con Cristo que se hizo «diácono», es decir, el servidor de todos (como señalan Mc 10,45; Lc 22,27; o los Padres, como San Policarpo de Esmirna, Epistula ad Philippenses 5, 25,2).
Es claro que el ministerio se vive de modo muy significativo en la celebración de los divinos misterios sobre todo de la Eucaristía y en la distribución de la misma, al asistir a la celebración del matrimonio y bendecirlo, al proclamar el Evangelio y predicar, al presidir las exequias o al entregarse a los diversos servicios de la caridad (así lo señalan diversos documentos del Concilio LG 29; cf. SC 35,4; AG 16). Pero en esta imagen, en la voz del ángel y en su insistencia casi maternal, reconocemos las entrañas propias del diácono que ama a aquellos que sirve. Que no ejerce una tarea con profesionalidad, sino que de lo que está lleno en su corazón se entrega por las personas que tiene delante. ¡Qué gran privilegio poder cultivar ese ardor del corazón en la oración junto a la esposa, como Tobías y Sara, o en la bendición del hogar, como las familias judías en cada pascua, o en la acción de gracias por el trabajo realizado o por la llegada de cada hijo, como cuando San José y la Virgen fueron a llevar al templo la ofrenda tras el nacimiento de Jesús!
¿Tengo la experiencia de cómo la vida de mi familia enriquece mi ministerio? ¿Cómo actúo cuando el maligno me tienta presentándome la convivencia familiar como obstáculo para la santidad que yo elegiría para mí?
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El siervo de Eliseo
2 Reyes 5: 1Naamán, jefe del ejército del rey de Siria, era hombre notable y muy estimado por su señor, pues por su medio el Señor había concedido la victoria a Siria. Pero, siendo un gran militar, era leproso [el Rey se rasga las vestiduras] 8Eliseo, el hombre de Dios, oyó que el rey de Israel había rasgado sus vestiduras y mandó a que le dijeran: «¿Por qué has rasgado tus vestiduras? Que venga a mí y sabrá que hay un profeta en Israel». 9Llegó Naamán con sus carros y caballos y se detuvo a la entrada de la casa de Eliseo. 10Envió este un mensajero a decirle: «Ve y lávate siete veces en el Jordán. Tu carne renacerá y quedarás limpio». 11Naamán se puso furioso y se marchó diciendo: «Yo me había dicho: “Saldrá seguramente a mi encuentro, se detendrá, invocará el nombre de su Dios, frotará con su mano mi parte enferma y sanaré de la lepra”. 12El Abaná y el Farfar, los ríos de Damasco, ¿no son mejores que todas las aguas de Israel? Podría bañarme en ellos y quedar limpio». Dándose la vuelta, se marchó furioso.
No resulta fácil ser servidor de la Palabra cuando Dios quiere corregir el corazón que se ha llenado de soberbia. No es sencillo decirle la verdad a quien prefiere que le des la razón o que le confortes rápidamente, pero no ha venido hasta ti para que le ilumines con la verdad de Cristo y de su Evangelio.
La palabra tiene eficacia por sí misma, por el Espíritu que la inspiró y que la hace fecunda en la Iglesia. «Hoy se cumple esta palabra que acabáis de oír» comenzaba Jesús sus palabras en la Sinagoga de Nazaret. Es un derecho y un deber el de partir el pan de la palabra y servírselo a la gente para que se cumpla en ellos. De ahí las palabras del CIC: 757 Es propio de los presbíteros, como cooperadores de los Obispos, anunciar el Evangelio de Dios; esta obligación afecta principalmente, respecto al pueblo que les ha sido confiado, a los párrocos y a aquellos otros a quienes se encomienda la cura de almas; también a los diáconos corresponde servir en el ministerio de la palabra al pueblo de Dios, en comunión con el Obispo y su presbiterio. La fe viene porque alguien nos anuncia el Evangelio y podemos asentir a él. «Fides ex auditu» que decían los clásicos. ¡La fe viene por el oído! ¡Viene como el fruto de la predicación! Es tan fuerte la conciencia de que la predicación transforma la Iglesia y el mundo, que conozco sacerdotes que, cuando tienen que celebrar misa solos, en el templo, sin fieles, por imposibilidad de participar en las Misas programadas en sus parroquias, ¡también predican! «Aunque sea para los ángeles», me decía uno.
Y es que el milagro se da más allá de nuestros planes o proyectos. Dios actúa siempre más allá de nuestras posibilidades, como con Moisés que era tartamudo, o con Jeremías que era sólo un muchacho, como con Amós (que el pobre decía: «No soy profeta ni hijo de profeta, sino pastor y cultivador de higos. El Señor me sacó de junto al rebaño y me dijo: Ve y profetiza a mi pueblo de Israel«). ¡Dios supera los planes! Pero no los suple. ¡Hay que hacerlos! No dejemos de planificar las homilías. De hecho, nos pide el CIC: 767 § 1. Entre las formas de predicación destaca la homilía, que es parte de la misma liturgia y está reservada al sacerdote o al diácono; a lo largo del año litúrgico, expónganse en ella, partiendo del texto sagrado, los misterios de la fe y las normas de vida cristiana.
En este caso, ser instrumento de la Palabra fue sencillo por tener las palabras claras, pero difícil porque, aparentemente, no sirvió para nada. ¡Al final, tuvo su fruto, porque -como sabemos- los criados de Naamán le convencerán de que haga caso!
¿Y yo, confío en que los Naamán que tengo delante, escucharán más tarde a sus criados que les repetirán mis palabras de modo más persuasivo? ¿Creo en el poder de la palabra de Dios y de la obediencia a los pastores de la Iglesia?
Para ser santos tenemos estas imágenes o muchas más, pero sabemos que «Cada uno -debe ser santo- por su camino», como dice el Concilio. Por eso, ahora aprovecho para subrayar que nadie debe desalentarse o compararse con los demás. ¡Prohibido agobiarse al contemplar modelos de santidad que parecen inalcanzables! Sin duda hay diáconos que predican de un modo extraordinario, como también los hay con unos testimonios que son sobrecogedores y, por ende, muy útiles para estimular y motivar a la gente…
Pero, el Papa Francisco (en GE 11) nos pedía que no tratásemos de copiarlos, porque eso hasta podría alejarnos del camino único y diferente que el Señor tiene para cada uno de nosotros. Lo que interesa es que cada creyente discierna su propio camino -decía el Papa-y que saque a la luz lo mejor de sí, aquello tan personal que Dios ha puesto en él (cf. 1 Co 12, 7), y no que se desgaste intentando imitar algo que no ha sido pensado para él.
Ahora vamos a ver tres imágenes de perversión, de pecado, de tentación, para pedir a Dios que nos libre de malversar nuestro ministerio o falsificarlo, especialmente en estos días tan solemnes que vamos a vivir.
Imágenes para la conversión
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Ananías
Hechos 5: 1Pero un hombre llamado Ananías, de acuerdo con Safira, su mujer, vendió una propiedad 2y se quedó con una parte del precio, sabiéndolo su mujer; después llevó el resto y lo puso a los pies de los apóstoles. 3Pero Pedro le dijo: «Ananías, ¿cómo es que Satanás se ha adueñado de tu corazón para que mientas al Espíritu Santo y retengas parte del precio de la propiedad? 4¿Es que no la podías retener cuando la tenías? Y, una vez vendida, ¿no eras dueño legítimo del precio? ¿Por qué has puesto en tu corazón esta decisión? No has engañado a hombres, sino a Dios».
Esta imagen es la de un hombre (y su esposa) que sin ninguna necesidad se comprometen con la Iglesia, con los Apóstoles, y luego tratan de «simular» que cumplen su promesa… manteniendo una «caja B»… Un engaño, una corruptela.
Pienso en tantos ministros que somos tentados por una vida cómoda, interesada, mundana… Y en el nefasto ejemplo que damos cuando utilizamos nuestra posición, nuestra vocación, nuestro nombramiento, en provecho propio o de los nuestros. Yo mismo, quiero pedir perdón por la tibieza en mis ejemplos, y por mi poca formalidad en el ejercicio de mi ministerio.
¡Somos de Cristo y cada minuto del día debería servirnos para agradarle a Él! ¡Es ante todo para Él para quien ejercemos nuestro ministerio! Y ninguno debemos dejar de pedirle perdón por la falta de pureza de nuestra alma, de nuestras intenciones al tomar decisiones, o por nuestra negligencia para con el Pueblo de Dios, tan necesitado de nuestro servicio… Pidamos perdón por los olvidos de las obligaciones que tenemos, y que están recogidas con claridad en el CIC, que debemos repasar regularmente.
¿Un resumen? Mirad, dice el CIC 276 §1. que, en nuestra conducta, estamos «obligados a buscar la santidad por una razón peculiar«, ya que, consagrados a Dios por un nuevo título en la recepción del orden, somos «administradores de los misterios del Señor en servicio de su pueblo«. Y, por no dejarlo sólo ahí, enumera directamente lo siguiente: § 2. Para poder alcanzar esta perfección:
1 cumplan ante todo fiel e incansablemente las tareas del ministerio pastoral;
2 alimenten su vida espiritual en la doble mesa de la sagrada Escritura y de la Eucaristía; por eso, se invita encarecidamente a los diáconos a que participen diariamente en la misma oblación;
3 sobre la obligación de celebrar todos los días la liturgia de las horas según sus libros litúrgicos propios y aprobados; los diáconos permanentes han de rezar aquella parte que fijó la Conferencia Episcopal (Laudes y Vísperas en 1984);
4 están igualmente obligados a asistir a los retiros espirituales, como éste
5 se aconseja que hagan todos los días oración mental, accedan frecuentemente al sacramento de la penitencia, tengan peculiar veneración a la Virgen Madre de Dios y practiquen otros medios de santificación tanto comunes como particulares.
Siento que es bueno hacernos algunas preguntas sobre esto, pero nos las haremos luego. Fijémonos ahora en otro personaje del Nuevo Testamento.
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Simón, el mago
Hechos 8: 5Felipe bajó a la ciudad de Samaría y les predicaba a Cristo. 6El gentío unánimemente escuchaba con atención lo que decía Felipe, porque habían oído hablar de los signos que hacía, y los estaban viendo: 7de muchos poseídos salían los espíritus inmundos lanzando gritos, y muchos paralíticos y lisiados se curaban. 8La ciudad se llenó de alegría. 9Pero un hombre llamado Simón se encontraba ya antes en la ciudad practicando la magia; tenía asombrada a la gente de Samaría y decía de sí mismo que era un personaje importante. 10Todos, desde el menor hasta el mayor, lo escuchaban con atención y decían: «Este es la potencia de Dios llamada la Grande». 11Lo escuchaban con atención, pues durante mucho tiempo los había asombrado con sus magias; 12pero cuando creyeron a Felipe que les anunciaba la Buena Nueva del reino de Dios y del nombre de Jesucristo, se bautizaban tanto los hombres como las mujeres. 13El mismo Simón también creyó y, una vez bautizado, estaba constantemente con Felipe, asombrado al ver los signos y grandes milagros que se obraban… [les ofreció dinero a los Apóstoles] 20Pero Pedro le dijo: «¡Vaya tu dinero contigo a la perdición, pues has pensado que el don de Dios se compra con dinero! 21No tienes parte ni herencia en este asunto, porque tu corazón no es recto ante Dios. 22Arrepiéntete, pues, de esta tu maldad y ruega al Señor, a ver si se te perdona este pensamiento de tu corazón, 23ya que veo que estás lleno de veneno amargo y esclavizado por la maldad».
Por supuesto que, si Ananías es un ejemplo muy amargo, Simón no lo es menos. Siente la tentación real de ocupar el puesto de Cristo. De comprar los milagros, de domesticar el misterio, de hacerse con las «artes» de lo sagrado.
Y esto, mis queridos amigos, neutraliza nuestra fe. Dejamos de ser hombres o mujeres de Dios, para convertirnos en profesionales de lo sagrado. Nuestra tentación de profesionalizar el ministerio es real y debemos suplicar a Dios que nos libre de tamaña insolencia. Jamás tribializar o vanalizar los misterios a los que servimos y que nos superan infinitamente.
Ayuda mucho a esto repasar nuestra vocación, nuestro camino hacia la ordenación, y volver a experimentar que nadie tiene derecho a recibir el sacramento del Orden. No es un oficio que yo pueda elegir. Ni yo, ni nadie. No es un encargo que nadie se pueda arrogar para sí -dice el CEC-. Al sacramento se es llamado por Dios (cf Hb 5,4).
Y, de hecho, nuestra confianza se ha puesto a prueba muchas veces en nuestro camino porque, quien cree reconocer las señales de la llamada de Dios al ministerio ordenado, -continúa el CEC-, debe someter humildemente su deseo a la autoridad de la Iglesia a la que corresponde la responsabilidad y el derecho de llamar a recibir este sacramento. Como toda gracia, el sacramento sólo puede ser recibido como un don inmerecido. Sólo podemos suplicar que tenga misericordia de nosotros y nos renueve en fidelidad a la gracia recibida…
De hecho, siempre recuerdo la conversación con un compañero seminarista antes de mi ordenación. Yo le dije: «tengo miedo a fallar», y él me respondió con franqueza: «Oh, no tengas miedo a fallar, porque… bueno… vas a fallar seguro. Quien no va a fallar va a ser Él».
¿Me he permitido profesionalizar mi ministerio o he pretendido manejar el misterio de Cristo y de su Gracia?
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Negaciones de Pedro
Lucas 22: 54Después de prenderlo, se lo llevaron y lo hicieron entrar en casa del sumo sacerdote. Pedro lo seguía desde lejos. 55Ellos encendieron fuego en medio del patio, se sentaron alrededor, y Pedro estaba sentado entre ellos. 56Al verlo una criada sentado junto a la lumbre, se lo quedó mirando y dijo: «También este estaba con él». 57Pero él lo negó diciendo: «No lo conozco, mujer». 58Poco después, lo vio otro y le dijo: «Tú también eres uno de ellos». Pero Pedro replicó: «Hombre, no lo soy». 59Y pasada cosa de una hora, otro insistía diciendo: «Sin duda, este también estaba con él, porque es galileo». 60Pedro dijo: «Hombre, no sé de qué me hablas». Y enseguida, estando todavía él hablando, cantó un gallo. 61El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había dicho: «Antes de que cante hoy el gallo, me negarás tres veces». 62Y, saliendo afuera, lloró amargamente.
Pocos momentos tan prototípicos de la caída del ministro de Dios como éste. El Príncipe de los Apóstoles, el amigo, la roca, la piedra sobre la que quiere edificar Cristo su Iglesia, se hunde… y llora.
No podemos confiar en nuestras fuerzas para llegar hasta el fin en la misión que nos dio. Para combatir bien nuestro combate, para correr hasta la meta, para mantener viva nuestra fe. Más aún en este momento de la historia.
¡Que no diga de nosotros el Señor como de la Iglesia de Sardes en Ap 3, 1: Tienes nombre como de quien vive, pero estás muerto!
En estos días toca renacer de la fe, renacer del agua y del Espíritu por la fe, renacer de las entrañas de Cristo y no de mi propia fuerza de voluntad. Lo demás se nos dará por añadidura. El fruto de nuestro servicio supera nuestros pecados, nuestros fallos, nuestras infidelidades… ¡Dios actúa a través de nosotros e incluso a través de nuestros pecados o flaquezas! Ya lo dijo Trento: Puesto que en último término es Cristo quien actúa y realiza la salvación a través del ministro ordenado, la indignidad de éste no impide a Cristo actuar (cf Concilio de Trento: DS 1612; 1154). San Agustín lo decía con firmeza:
«En cuanto al ministro orgulloso, hay que colocarlo con el diablo. Sin embargo, el don de Cristo no por ello es profanado: lo que llega a través de él conserva su pureza, lo que pasa por él permanece limpio y llega a la tierra fértil […] En efecto, la virtud espiritual del sacramento es semejante a la luz: los que deben ser iluminados la reciben en su pureza y, si atraviesa seres manchados, no se mancha» (In Iohannis evangelium tractatus 5, 15).
Animados con esta certeza. Renovados por una nueva experiencia del poder de la gracia de Dios, podemos mirarle a Él y recordar que «es la contemplación del rostro de Jesús muerto y resucitado la que recompone nuestra humanidad, también la que está fragmentada por las fatigas de la vida, o marcada por el pecado. No hay que domesticar el poder del rostro de Cristo», como decía el Papa Francisco (en GE 151). El propio Papa se lanza a preguntar: ¿Hay momentos en los que te pones en su presencia en silencio, permaneces con él sin prisas, y te dejas mirar por él? ¿Dejas que su fuego inflame tu corazón? Si no le permites que él alimente el calor de su amor y de su ternura, no tendrás fuego, y así ¿cómo podrás inflamar el corazón de los demás con tu testimonio y tus palabras?
Podemos mirarle en estos días y alcanzar milagros inmensos de su muerte y resurrección. Sin fijarnos tanto en nuestros pecados como en sus entrañas, en sus llagas, en su corazón… porque allí tiene su sede la misericordia divina.
No sé si conocéis los versos de Lope de Vega:
Con ánimo de hablarle en confianza
de su piedad entré en el templo un día,
donde Cristo en la cruz resplandecía
con el perdón que quien le mira alcanza.
Y aunque la fe, el amor y la esperanza
a la lengua pusieron osadía,
acordéme que fue por culpa mía
y quisiera de mí tomar venganza.
Ya me volvía sin decirle nada
y como vi la llaga del costado,
paróse el alma en lágrimas bañada.
Hablé, lloré y entré por aquel lado,
porque no tiene Dios puerta cerrada
al corazón contrito y humillado.
Ordenación y consagración
“Sed perfectos, como vuestro Padre Celestial es perfecto”… ¡Santos! ¡Santos para Dios! Santos por su misericordia. Santos en nuestra vocación.
Desde el Concilio Vaticano II, la Iglesia latina ha restablecido el diaconado «como un grado propio y permanente dentro de la jerarquía» (LG 29), mientras que las Iglesias de Oriente lo han mantenido. De algún modo esto significa que sois una novedad de los últimos 50 años. O un redescubrimiento. El CEC dice que «este diaconado permanente, que puede ser conferido a hombres casados, constituye un enriquecimiento importante para la misión de la Iglesia«. ¡Santos siendo lo que sois! ¡Santos fecundando las parroquias y las diócesis con vuestro modo propio de servir al Pueblo de Dios! Un modo que el CEC llama «verdaderamente diaconal«.
Santos de la vida litúrgica y pastoral, santos de las obras sociales y caritativas, santos «fortalecidos por la imposición de las manos transmitida ya desde los Apóstoles» y santos unidos estrechamente al servicio del altar» -como decía el Concilio en AG 16-.
¿En qué podríamos fijarnos hoy para que Cristo pueda santificarnos con su Espíritu en nuestro modo propio de ser en su Iglesia?
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¿FE?
¿Tengo poca fe? ¿sólo la esencial? ¿dedico poca atención al magisterio?
¿Produzco escándalo hablando de los pastores?
¿He tenido imprudencia en lecturas o videos vistos o compartidos?
¿Guardo demasiado silencio, evito corregir a amigos o iguales?
¿Actúo sin fe, espero en artimañas, estrategias o herramientas personales?
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¿ESPERANZA?
¿Olvido del cielo… pero vivo en búsqueda de bienes terrenos?
¿Descanso en la comodidad de mis cosas? ¿Está mi confianza en los hombres y no en Dios?
¿Vivo con desaliento, desánimo, quejas, tristezas, añoranzas?
¿Pongo todo mi empeño en secundar la gracia, fiarme de verdad, o evito “pasarme”, “excederme”, o ser considerado “imprudente” o “dañino» por creer?
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¿CARIDAD?
¿Me falta amor, afecto a Dios, tengo preferencia por sus criaturas?
¿Evito sufrir con Él o por Él?
¿Admito una vida lánguida, sin celo, sin eficacia, inútil?
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¿ORACIÓN?
¿Es mi oración diaria irregular, poco fervorosa, rezo atento al móvil?
¿Lo mío es curiosidad bíblica, poca compostura, falta de atención?
¿Soy de poca asistencia a «actos religiosos», momentos de piedad, de vivencia espiritual… «desedifico por mis preferencias»?
¿No me importó la omisión de algunas horas de la Liturgia, o rezo con inquietud, en marcha, de prisa, sin pronunciar bien, sin interceder?
¿Mi examen diario, pese a ser el ejercicio ascético más importante de todos, lo olvido o me sirve para confrontar con Él cómo podía haberme portado para mayor bien?
¿No leo asiduamente nada que me instruya, enfervorice o mejore?
¿No practico devociones sólidas (en este año, me falta intensificar la devoción a San José)?
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¿MISA?
¿No me preparo con gran pureza, me cuesta confesarme, connivencias o pactos con faltas deliberadas?
¿Corro al revestirme, a veces no salgo al altar con cuidado, con pulcritud (sin dignidad)¿
¿Cumplo «toscamente»… a veces con «afectación» (para compensar cierto aire «irreverente» continuo), actúo con precipitación, con atropello?
¿Suelo tardar mucho (dilación sin causa grave)?
¿No repaso la ceremonia para corregir rutinas que se pueden introducir en ella?
¿Me olvido de cuidar la limpieza y conservación de vasos sagrados, vinajeras, albas, purificadores, corporales, manteles u ornamentos?
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¿CELO?
¿No me preocupo de dedicar tiempo al templo, a preparar los tiempos fuertes o las fiestas o las “campañas especiales” con el resto del equipo (clero)?
¿No cuido que el pueblo guarde en la Iglesia reverencia, buenas posturas, silencio o que responda bien, a una, acompasados, sin exageraciones (me basta decir «inclinaos para recibir la bendición»)? ¿No me preocupa que sean celosos, piadosos, ni les cuido con cariño, diligencia y celo vocacional?
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¿TESTIMONIO?
¿Confundo el buenismo con la virtud?
¿No soy cauto con algunas visitas o tengo demasiada comunicación con algunos (de las cosas de las cosas de la Iglesia o de cuestiones religiosas)?
¿Me atrevo a asistir a «películas o espectáculos» de modo imprudente, y me ha faltado cautela en mis lecturas, imágenes, videos, películas, consultas a Internet y, aún peor, bromas o palabras en conversaciones (escándalos) o pensamientos o deseos impropios de un servidor de Jesucristo?
¿Rebajo mi dignidad por gula, por invitaciones, regalos, falta de mesura, de sobriedad o de delicadeza? ¿No me fijo en dar ejemplo de moderación, de sobriedad, de templanza?
¿No doy nunca ejemplo de mortificación (o de generosidad con Jesucristo)?
¿Mi conversación, mi risa, mi curiosidad, mis voces o mis movimientos, demuestran ligereza, frivolidad, afectación, ridiculez, atrevimiento?
¿Hago gala de no cuidar el urbanismo, la finura, la buena educación necesaria para todos (incluyendo palabras mal sonantes, gestos ordinarios o zafios, o descorteses en mi comportamiento habitual)?
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¿PREDICACIÓN?
¿No sé predicar bien, pero no procuro aprender, no pongo empeño, no me ejercito? ¿No predico con igual cuidado si vienen pocos; no me preocupa la buena instrucción de los fieles; no busco ante todo la gloria de Dios o darle a conocer para llevarle almas?
¿No dedico tiempo a pensar, según los oyentes, consejos prácticos que debería darles, o cómo hablarles sin ofenderles, con nobleza y amor («Todo se puede decir con tal que se diga bien»)?
¿No evito que la doctrina cristiana les suene críptica, lejana, y lo profano entra con demasiada facilidad en mi predicación?
¿Procuro demasiadas veces deleitar, pero deleitar yo, no que la verdad deleite (que es otra cosa distinta)?
¿No procuro con diligencia hacer acopio de historias, anécdotas, comparaciones o pensamientos que harían más sencilla la comprensión de la fe para los fieles? ¿y olvido el arte de persuadir y mover los corazones a la virtud, al amor a Jesucristo, al amor de la Iglesia y sus enseñanzas, o de las virtudes?
¿Me falta libertad para hablar con claridad, con llaneza, con sencillez? ¿Me falta elegancia, sintetizar y hacerlo ayudando a que el pueblo se recree oyendo la verdad?
¿Olvido que predicar puede ser sencillo, si es hablar a muchos, con cuidado, de un asunto preparado, y que yo puedo hacerlo?
Hombres de acción y de contemplación
En estos días, vamos a poder actuar y vamos a poder contemplar. Es voluntad de Cristo que lo uno y lo otro sean como dos dimensiones de la vida de su Pueblo en este tiempo de peregrinación hacia la Eternidad. Y, como dice el Papa Francisco, «No es sano amar el silencio y rehuir el encuentro con el otro, desear el descanso y rechazar la actividad, buscar la oración y menospreciar el servicio«. De hecho, todo puede ser aceptado e integrado como parte de la propia existencia en este mundo, en una de las dos «vidas que vivimos»… Todo se puede incorporar en nuestro camino de santificación. Somos llamados -recordaba el Papa- a vivir la contemplación también en medio de la acción, y nos santificamos en el ejercicio responsable y generoso de la propia misión» (GE 26).
¡Seremos santos si somos contemplativos en la acción y activos por la contemplación! El Santo está en el mundo, donde Cristo lo pone, e irradiando una vida que sólo Cristo puede generar. «El santo – sentenciaba el Papa (GE 147)- es una persona con espíritu orante, que necesita comunicarse con Dios. Es alguien que no soporta asfixiarse en la inmanencia cerrada de este mundo, y en medio de sus esfuerzos y entregas suspira por Dios, sale de sí en la alabanza y amplía sus límites en la contemplación del Señor«. -Por eso concluía: «No creo en la santidad sin oración, aunque no se trate necesariamente de largos momentos o de sentimientos intensos«.
Semana Santa 2021
¡Este es el momento de levantar los ojos a Cristo y entregarse a Él! Este es el momento de pedirle para nosotros y para la porción del Pueblo de Dios que se nos ha encomendado, una Semana Santa que le agrade a él.
No te preguntes qué puedes hacer para mejorar, sino qué quiere Él hacer contigo y con tu familia por su gracia. No os preguntéis qué podéis hacer por Él, sino qué quiere Él hacer con vosotros.
Y dejad que el arrepentimiento también sea propio de ministros de Dios. Arrepintámonos de nuestros pecados y de los pecados de nuestro Pueblo, que le ha dado la espalda a Dios. Supliquemos conversión para nosotros y nuestros hijos, para nuestros vecinos y familiares, para tantos bautizados que han abandonado a Dios… y cumplamos lo que los santos doctores dijeron sentir a lo largo de la historia de la Iglesia ante la magnitud del ministerio que Cristo nos ha encomendado: sintieron una urgente llamada a la conversión, una urgente llamada a la santidad.
Así, San Gregorio Nacianceno, siendo joven sacerdote, exclama:
«Es preciso comenzar por purificarse antes de purificar a los otros; es preciso ser instruido para poder instruir; es preciso ser luz para iluminar, acercarse a Dios para acercarle a los demás, ser santificado para santificar, conducir de la mano y aconsejar con inteligencia (Oratio 2, 71). Sé de quién somos ministros, donde nos encontramos y adonde nos dirigimos. Conozco la altura de Dios y la flaqueza del hombre, pero también su fuerza (Oratio 2, 74). [Por tanto, ¿quién es el sacerdote, el ministro? Es] el defensor de la verdad, se sitúa junto a los ángeles, glorifica con los arcángeles, hace subir sobre el altar de lo alto las víctimas de los sacrificios, comparte el sacerdocio de Cristo, restaura la criatura, restablece [en ella] la imagen [de Dios], la recrea para el mundo de lo alto, y, para decir lo más grande que hay en él, es divinizado y diviniza (Oratio 2, 73).
Y el santo Cura de Ars dice: «El sacerdote continua la obra de redención en la tierra» […] «Si se comprendiese bien al sacerdote en la tierra se moriría no de pavor sino de amor» […] «El sacerdocio es el amor del corazón de Jesús» (B. Nodet, Le Curé d’Ars. Sa pensée-son coeur, p. 98).